No amo a mis amigos ni con el corazón ni con la mente. Por si el corazón dejara de latir, o mi mente me fallara y te pudiera olvidar. Los amo con el alma. El alma no deja de ser, tampoco olvida. Rumi. ¿No os parece precioso?...
¿Por qué nos cuesta tanto aceptar los cambios?
Sí, nos cuesta, y decir lo contrario es muchas veces no hacer honor a la verdad. Y es que no nos gustan los cambios y menos si son imprevistos, o nos causan incertidumbre, porque todo cambio supone una pérdida. El ser humano normalmente se acomoda a una situación, laboral, social y tan solo la idea de que pueda cambiar algo nos horroriza y crea ansiedad. Toda esta disyuntiva es debida a la separación del hombre con el entorno; con la naturaleza y hasta con el propio ser humano. Constantemente nos olvidamos que todo tiene sus ciclos (nacimiento, desarrollo, y muerte) que nuestras células también cambian.
Nos cuesta tanto desprendernos de lo que nos es habitual que cargamos un mundo sobre nuestras espaldas por miedo a perder, por miedo a no tener. Y es que nada podemos hacer para detenerlos. El filósofo griego Heráclito lo expresó en una imagen genial hace cientos de años: “Nadie se baña dos veces en el mismo río”. Cuando alguien regresa a un mismo cauce, las aguas no son las mismas ni tampoco ese alguien es aquel que fue. El cambio es inevitable e imparable. Todos los intentos de detenerlo, retrasarlo o anularlo son estériles. Es una pelea que debemos abandonar (pues está perdida).
Perder, dejar atrás, cambiar, es doloroso… Pero también puede ser liberador. Esta es la maravilla del cambio: que nos entrega un universo de posibilidades.
“Los árboles meditan en invierno, gracias a ello florecen en primavera, dan sombra y frutos en verano, y se despojan de lo superfluo en otoño”
Proverbio Zen.
©Luhema
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